EL EXILIADO – CAP. 1 (Audio Libro)

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Cuando Juan –ese era su nombre de guerra en Buenos Aires de los años 70–  manejaba, cuarenta años después, su vagoneta por una de las avenidas más anchas de su ciudad natal, recordó aquella vez que sin permiso de su jefe se subió a la pequeña camioneta Fiat y se metió raudamente a la famosa avenida “9 de Julio”, de la capital porteña, en medio de un mar de autos públicos y privados y la recorrió de punta a punta, sin accidentarse, siendo la segunda vez que manejaba en su vida. Fue una acción audaz, tenía veintiún años, era trabajador eventual, no tenía licencia de conducir y, además, era asilado político. Pero tenía ganas de desafiar a esa inmensa ciudad llena de edificios, gente y letreros, en la cual su única familia eran cinco bolivianos como él, con los que convivía en una humilde pensión–residencial de un gallego de lentes, serio y tacaño que no perdonaba un día de atraso en la renta. Ese era uno de los barrios antiguos de Buenos Aires, casi histórico, frente a la Plaza Loria a pocas cuadras del Congreso, hacia la derecha y otras tantas de la Casa Rosada hacia el lado izquierdo por la famosa avenida de Mayo.

¡Vaya recuerdos!, algunos gratos y otros no tanto pensó Juan antes de doblar a la derecha y enderezar hacia su vivienda a pocas cuadras de la avenida más conocida como segundo anillo por la estructura urbanística de la ciudad. Claro que había cambiado todo en 40 años. Cuando se fue en calidad de exiliado a Buenos Aires en vuelo de Aerolíneas Argentinas  custodiado por policías y acompañado por el secretario de la embajada de ese país en La Paz hasta el aeropuerto más alto del mundo. Su ciudad, Santa Cruz, era un pueblo grande. Solo cinco años antes habían empezado a poner losetas de cemento para terminar con los charcos, barriales y hasta pequeños ríos –, como el “Telchi” en la calle Arenales y 24 de septiembre– que se formaban en las vías públicas cuando llovía copiosamente en verano.

Trató de hilvanar algunos recuerdos inconexos de su exilio y no pudo evitar volver a la avenida “9 de Julio” que era ensanchada en sus extremos por la empresa “Gavial”, en la que trabajaba, para unir a las estaciones de tren de Retiro por un lado y Constitución por el otro. Juan pudo ingresar a la empresa gracias a su amigo Tito que también era de Santa Cruz y había venido  hacía casi 15 años antes a la urbe bonaerense y vivía en un barrio obrero, atrás del turístico barrio La Boca, donde nació entre los hijos de inmigrantes italianos el famoso equipo Boca Juniors. Apadrinado por Tito, Juan ingresó a trabajar para contar las volquetas que sacaban la tierra y le dieron un horario jodido: era de ocho de la noche a ocho de la mañana y el frío invierno porteño traspasaba su saco de “corderoi” marrón que escondía una chompa que le protegía los pulmones. Pero así y todo era una bendición porque con el salario semanal podía comer tallarines al tuco y, eventualmente un sándwich de chorizo con pan francés delicioso sobre todo con una salsa llamada chimichurri.

Pero diablos ¡qué desgracia! …hasta allí llegó una mañana un auto de la Policía Federal con tres “canas” (policías) armados con metralletas en un Ford Falcón de seis cilindros color plomizo. Traían con ellos a la compañera de Juan, Dalcy, que había sido apresada minutos antes en el hotelito donde se alojaban en Avenida de Mayo, cerca de allí y a la cual liberaron media hora después siendo enviada por Juan para que avise a sus compañeros y al profesor Silvio Frondizi que había sido detenido. Dalcy de manera intermitente, pues vivía en Bolivia, acompañaba a Juan en las peripecias de su exilio.

Dos de los policías se bajaron del auto, caminaron unos cuarenta metros y se asomaron al carromato donde Juan revisaba las planillas de registro de camiones que traían tierra, en una pequeña mesa tipo escritorio donde ya también registraba al personal de turno porque lo habían ascendido de cargo. Uno de los policías asomó la cabeza por la pequeña puerta y preguntó: ¿Quién es Juan Saucedo?  Juan, un tanto sorprendido, respondió: soy yo. Entonces el policía, de civil igual que los demás, le dijo ¡Tenés que acompañarnos! Juan se levantó de su asiento con prudencia, encargó sus papeles a un chofer que estaba en el lugar y salió del carromato. Uno de los conductores de camión que junto a dos más ya se habían dado cuenta que era un arresto típico y habitual en esa época de represión política le dijo a Juan: “lleváte fasos – “cigarros“– e intentó alcanzarle un atado de “Viceroy”, pero el policía se le cruzó e irónicamente le dijo “para qué fasos si va por cien años”.

La historia del exilio de Juan comenzó casi un año antes. Estaba recostado en una cama del hospital Viedma de Cochabamba esperando el día y la hora que el famoso cirujano cruceño pero afincado en la capital del valle hacía ya muchos años, doctor Ciro Zabala, había fijado para operarlo de la rodilla derecha de una lesión de menisco de su época de futbolista, de la cual hablaremos más adelante.